La siesta de Lulú bajo el sol de otoño

Lulú pasea con su mamá en una tarde otoñal y, rodeada de hojas, sol suave y sonidos tranquilos del bosque, se queda dormida. Mientras sueña que vuela sobre una hoja gigante, su mamá disfruta de una siesta especial y llena de paz bajo el sol de otoño.

Era una tarde dorada, de esas en las que el otoño se pone su mejor abrigo de hojas crujientes. El cielo estaba despejado y el aire, aunque fresco, tenía ese olor tan especial a madera, tierra húmeda y castañas asadas.

Lulú, una bebé de mejillas redondas y ojos despiertos, había salido a dar un paseo con su mamá. Envuelta en una mantita suave y calentita, se acomodaba en su cochecito mientras el sol le acariciaba la cara con un calorcito perfecto, ni frío ni caliente, justo en su punto.

—Hoy el sol tiene cara de abuelo —dijo mamá, sonriendo—. Está contento de vernos.

Lulú estiró sus manitas fuera de la manta, como queriendo abrazar los rayos que se filtraban entre las ramas. Las hojas de los árboles caían lentamente, como si quisieran bailar solo para ella. Algunas eran rojas como manzanas, otras doradas como el pelo del sol.

Caminaban por un sendero cubierto de hojas secas. Cada paso crujía y hacía reír a mamá. Cerca de allí, una ardilla traviesa cruzaba de rama en rama y un petirrojo saltaba entre los matorrales, cantando bajito. Todo era suave. Todo era lento. Todo parecía querer que Lulú durmiera.

Y entonces, sin darse cuenta, Lulú bostezó. Primero una vez. Luego otra. Su cabeza se apoyó hacia un lado, su cuerpo se aflojó bajo la mantita, y poco a poco sus ojitos comenzaron a cerrarse.

—Shhh... —susurró mamá, agachándose para darle un beso en la frente—. El otoño canta bajito para que tú puedas dormir.

Lulú se sumergió en el sueño mientras el sol seguía calentando su siesta. En su sueño, volaba montada en una hoja gigante, como una alfombra mágica. Flotaba por el bosque, saludaba a los árboles y se reía con las ardillas. El viento le hacía cosquillas en la nariz, y el sol, desde arriba, le mandaba guiños de luz.

Mamá se sentó en un banco junto al cochecito y se quedó en silencio, mirando cómo dormía su pequeña. El tiempo se detuvo un instante. No había nada que hacer, nada que decir. Solo observar cómo Lulú, bajo el cielo otoñal, respiraba con calma y soñaba cosas bonitas.

Esa siesta no fue como las otras. Fue especial. Porque fue una siesta al ritmo del bosque, del sol, del viento… Una siesta que sabía a abrazo.

Y desde entonces, cada vez que Lulú duerme bajo un rayito de sol, su mamá sonríe, recordando aquella tarde en que el otoño les regaló la paz más suave de todas: la de una siesta perfecta.

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